miércoles, 19 de octubre de 2011

Un hombre desnudo en la cocina. De Shell Subborg

Lunes, suena el despertador. 6:30 horas. Imposible hablar, casi imposible abrir los ojos. Es 1 de agosto, no puedo más, necesito que lleguen las vacaciones. Necesito descansar, desconectar.
"¿Te duchas tú mientras te preparo el café?", pregunta casi al oído. Asiento con la cabeza, intento esbozar lo que yo creo que es una sonrisa. Un beso.
A pesar de que ya no estoy acostumbrada a levantarme acompañada -de un adulto-, de que no suelo tener un bonito despertar y odio profundamente que me hagan cualquier tipo de pregunta o comentario que signifique que yo tengo que articular alguna palabra más allá de un sí o un no, que suplo con un giro de cabeza, me gusta levantarme acompañada. Una paradoja o puro egoísmo, lo sé, porque a las 6:30 de la mañana no soy buena compañía se mire por donde se mire, en cualquier perspectiva. Y nunca, nunca estoy de buen humor. Primero, necesito un café, después, ya veremos.

Vale, me levanto porque sino va a llegar tarde a la oficina. Hoy voy a llegar mínimo con una hora de adelanto. Me meto en la ducha, comienzo a abrir los ojos. Dios, la toalla, no sé qué toalla puedo coger, tengo que levantar la voz para llamarlo. No solo hablar sino alzar la voz. Todo un drama. Respiro hondo. Lo consigo tan solo levantando un pequeño grado el tono, menos mal. Me trae la toalla, estoy helada. Los ojos ya se han abierto, pero yo sigo aún sin ver nada. Me visto y voy camino de la cocina, ya está oliendo a café.

Giro, entro por la puerta y allí está, completamente desnudo, de espaldas, mirando la cafetera. Se vuelve, sonríe, me dice algo que no entiendo del filtro de la cafetera, me besa y sigue mirando al pequeño electrodoméstico naranja al que algo le pasa, así tan normal, como si andar por casa absolutamente desnudo conmigo al lado mientras hace una de sus tareas cotidianas fuera lo más habitual del mundo. Me apoyo en la ventana de la cocina que da al salón esperando el café y no, no me quedo mirando al frente sin ver, absolutamente dormida y fuera de cobertura como me pasa de forma habitual. No, mis ojos están recorriendo poco a poco su espalda, se quedan un rato valorando su bonito trasero, se fijan en que tiene unas piernas muy fuertes y vuelven a subir para mirar su baja espalda, sus hombros, el perfil de su cara.

Esta vez no me cuesta absolutamente nada sonreír, pero sólo yo me doy cuenta porque mi boca casi no cambia su forma solo mis ojos se achican. Un poco, desde fuera ni se nota. Se vuelve, me da un beso en la cara, en el hombro. De nuevo me dice algo que no entiendo de la cafetera y sale para ir a ducharse.
Me echo el café y me quedo, ahora sí, absorta en mi mundo mirando al frente sin ver mientras me tomo mi despertador natural poco a poco. Sin ver la cocina, porque sigo visualizando su espalda.

Termino y entro en el baño para pintarme. Ya ha salido de la ducha, Ahí está con la toalla en la cintura. Se pone la camisa. No puedo decir si se ha quitado o no la toalla, si tiene los calzoncillos puestos o no. Me fijo en la forma en la que se pone la camisa, clara, sin cuello, de mangas largas para remangarlas mientras me lavo los dientes de forma distraída, como quien sigue en su mundo.
Sale a vestirse y yo comienzo a pintarme. No hay forma de quitarme la cara de lunes, pero algo se puede arreglar. Salgo y está en salón tomándose su café y fumándose un cigarro, medio a oscuras, callado, de pie, tranquilo. "¿Ya eres persona?", pregunta. Niego con la cabeza, pero ya mis ojos muestran que estoy de buen humor. Me acompaña a la puerta. "¿Tienes el coche aparcado lejos?". "No –respondo- está frente al portal", por fin ya puedo hablar.

Conduzco tranquilamente hasta la oficina, donde también aparco en la puerta. Se nota que estamos en agosto. Cuando llega la hora habitual de mi entrada al trabajo, ya he hecho el dossier de prensa del fin de semana y el del día. He mirado todos los correos, he respondido a un par de ellos más urgentes y salgo a tomarme el que llamamos café mañanero con una de las pocas compañeras de trabajo que no está de vacaciones. "¡Buenos días, qué buena cara traes!", me dice a modo de saludo.
"Sí- respondo -he podido descansar este finde". Mentira, absolutamente mentira. No he descansado. He dormido poco y ya no tengo pilas para estos últimos cinco días de trabajo antes de las vacaciones. Pero es verdad, sigo sonriendo y me doy cuenta de que no hay nada mejor para levantarse de buen humor a las 6:30 de la mañana y tener buena cara aunque sea lunes, que un hombre te prepare el café completamente desnudo en su cocina.

No hay comentarios:

Publicar un comentario