miércoles, 19 de octubre de 2011

El secreto de un buen café. De Woody Waters

Soy un inútil en la cocina, lo reconozco. Qué le vamos a hacer. Toda una vida mimado por mamá tiene ese tipo de consecuencias. La primera vez que intenté cenar una hamburguesa, fíjate tú qué tontería, la eché a la parrilla con el envoltorio plástico incluido. Obviamente, acabé cenando un bocata de ketchup, mostaza y mahonesa.
Este inconveniente, que podría ser subsanado con facilidad comprando platos preparados o tirando de teléfono para encargar comida, ha supuesto en mi vida un serio problema desde el primer día que invité a una chica a dormir en mi casa.
Cenábamos fuera, claro. Y llegábamos a casa cuando teníamos que llegar, claro. Y todo iba de maravilla hasta la hora de levantarse por la mañana, claro. Porque había que desayunar, claro. Y alguien tenía que preparar el café, claro.
Y en ese momento, precisamente en ese momento, toda la magia de la noche se desvanecía. Ellas escupían el café entre arcadas, soltaban improperios que hasta a ellas mismas les sorprendían por su contundencia, se vestían y se marchaban amenazándome con una denuncia por intento de envenenamiento.
Mi vida sexual estaba a punto de hundirse en la miseria cuando se me ocurrió una idea...
Si la naturaleza no me había dotado de ninguna habilidad culinaria, sí me había concedido la gracia de un cuerpo no te digo yo que escultural, pero sí bastante apañado.
A eso me agarré cual clavo ardiendo y concluí que, si me paseaba sin ropa por la cocina, mi acompañante no repararía tanto en la calidad del café como en las formas de mi cuerpo desnudo.
La solución habría sido perfecta si no hubiera sido por un pequeño detalle. En una de las primeras ocasiones en que puse en práctica mi estrategia, mi torpeza se cruzó con mi cafetera produciendo el vuelco del café sobre la parte más delicada de mi anatomía. Ante el volumen de mis gritos, la chica salió corriendo y nunca más he vuelto a saber de ella. También desde entonces, no ha vuelto a crecerme el vello en dicha zona del cuerpo.
En todo caso, ya tengo la práctica suficiente como para no derramar el café, aunque siga sabiendo a rayos. Y cuando mis acompañantes me ven en la cocina desnudo y con mis partes perfectamente depiladas, no sólo se toman el café sin rechistar sino que, además, una pícara sonrisa se asoma por su mirada.

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