lunes, 24 de octubre de 2011

Libertad, Igualdad, Fraternidad. Woody Waters

Qué bien nos ha venido a los hombres la igualdad de la mujer. Al menos a algunos hombres, que no digo yo que los casados estén despotricando de la medida porque ahora tienen que compatibilizar el ver el partido de fútbol en la tele con pasar el mocho por el salón…
 En todo caso, a los que vivimos solos, digo, nos ha venido muy bien eso de la igualdad.
 Desde que la mujer se ha incorporado de pleno derecho al mundo laboral, ya no somos sólo nosotros los que llegamos al viernes despotricando de nuestros jefes. Eso nos facilita mucho el camino: comparados con un cabrón que las explota durante cinco días a la semana, cualquier tío medianamente educado y atento tiene compañía femenina asegurada para todo el fin de semana.
 Desde que las mujeres tienen una jornada laboral de doce horas y una compensación económica mensual parecida a la paga de un adolescente, cualquier tío soltero sabe que su sofá y su cama serán referencia obligada para el amor entre el viernes por la tarde y el domingo al mediodía (que luego hay que quedar con los amigos en el bar para ver el partido de fútbol).
 Llegan tan hechas polvo estas mujeres trabajadoras al fin de semana que prácticamente nos basta con contarnos las uñas para ligar. Y es que ellas ya no se fijan en que seas guapo, inteligente o seas capaz de hilvanar una conversación interesante. Con que tengas las manos grandes y las uñas cortadas, te vale. Porque lo que ellas están buscando ya no es un novio, sino un masajista, alguien que les devuelva la sensibilidad en los recovecos de su maltrecho cuerpo.
 Y nosotros seremos unos brutos en cuestiones de oratoria o galantería, pero en lo que se refiere a recorrer la geografía femenina, ríete tú de la mochila de Labordeta.
 Desde que se inventó la igualdad de la mujer, no hay mejor inversión erótico-festiva que ayudar a nuestras amigas solteras a echar curriculums y esperar a que el taimado mercado laboral las arrastre hasta la playa de nuestros brazos cual espuma de mar en días de marejada…

No me toques las narices. Shell Subborg

Da igual lo que haga, casi siempre estoy cansada los días de trabajo. Será porque mi  comportamiento normal es como si a Bridget Jones le pones unos cuantos años más, unos cuantos kilos menos eliminados de puro estrés y lo mezclas con la histeria de uno de los personajes de comedia de Meg Rayan. Esa soy yo el 95 por ciento del tiempo. El 5 por ciento del tiempo restante intento ser como Sharon Stone en Instinto Básico, aunque soy incapaz de ir por ahí sin bragas.
El caso es que estoy frente al ordenador y pienso, como casi todos los lunes, que tengo que visitar al médico porque seguro que tengo anemia o algo peor. Este pensamiento de “Tengo una enfermedad. Voy a morir” es algo habitual y ya solo me asusto de verdad en las temporadas que vuelvo a fumar.
 De repente salta el messenger. Mi amiga Ainoa preguntando qué tal he pasado el fin de semana y que cuenta conmigo para irnos de copas el viernes por la tarde. Eso se llama tener la agenda lúdico-festiva cubierta con antelación.
 No me puedo resistir. Tengo que transcribir la conversación:
Ainoa: El viernes por la tarde nos vamos de copas ¿no?
Yo: No me hables de copas hoy lunes por la mañana que se me ponen los pelos de punta. Todavía me estoy recuperando del viernes pasado  y tengo una semana hasta arriba.
Ainoa: Yo también. ¿Mucho lío?
Yo: Tengo que trabajar toda la semana mañana y tarde y creo que alguna noche. El imbécil de mi jefe ha decidido que se va de vacaciones a Canarias  aunque tengamos la presentación del año la semana  que viene. No sé cómo voy a llegar al viernes.
Ainoa: Bueno, pero hay que salir. Yo también estoy hasta arriba. Hoy tengo cita para la terapia hidrofacial  y mañana  con la masajista. Voy a acabar muerta, pero habrá que disfrutar del tiempo libre!
 ... Tuve que tomarme un tiempo para dilucidar si iba en serio, si era en broma o simplemente vive en su mundo particular. Como era lunes, mi mala leche aún no se había disipado del todo.
Yo: No me toques las narices…
Ainoa: ¿?

 Definitivamente, vive en el mundo de la abeja Maya y se queja. Todo por no tener un novio. Lo dice ella, que conste, no lo digo yo.  Yo no tengo novio. No porque no me guste tener a alguien que soporte mis neuras, pero no tengo tiempo, ni paciencia, ni espacio en mi armario. Eso sí, no paso sin un amante. 
 Así que el viernes, si no hay nada que lo impida, voy a dejar que el Willy de mi propio país multicolor me toque las narices, la moral y lo que haga falta, si aguanta, hasta el domingo por la tarde. Cada una se quita el estrés como puede y, por mi parte, que le vayan dado a las terapias hidrofaciales.

miércoles, 19 de octubre de 2011

El secreto de un buen café. De Woody Waters

Soy un inútil en la cocina, lo reconozco. Qué le vamos a hacer. Toda una vida mimado por mamá tiene ese tipo de consecuencias. La primera vez que intenté cenar una hamburguesa, fíjate tú qué tontería, la eché a la parrilla con el envoltorio plástico incluido. Obviamente, acabé cenando un bocata de ketchup, mostaza y mahonesa.
Este inconveniente, que podría ser subsanado con facilidad comprando platos preparados o tirando de teléfono para encargar comida, ha supuesto en mi vida un serio problema desde el primer día que invité a una chica a dormir en mi casa.
Cenábamos fuera, claro. Y llegábamos a casa cuando teníamos que llegar, claro. Y todo iba de maravilla hasta la hora de levantarse por la mañana, claro. Porque había que desayunar, claro. Y alguien tenía que preparar el café, claro.
Y en ese momento, precisamente en ese momento, toda la magia de la noche se desvanecía. Ellas escupían el café entre arcadas, soltaban improperios que hasta a ellas mismas les sorprendían por su contundencia, se vestían y se marchaban amenazándome con una denuncia por intento de envenenamiento.
Mi vida sexual estaba a punto de hundirse en la miseria cuando se me ocurrió una idea...
Si la naturaleza no me había dotado de ninguna habilidad culinaria, sí me había concedido la gracia de un cuerpo no te digo yo que escultural, pero sí bastante apañado.
A eso me agarré cual clavo ardiendo y concluí que, si me paseaba sin ropa por la cocina, mi acompañante no repararía tanto en la calidad del café como en las formas de mi cuerpo desnudo.
La solución habría sido perfecta si no hubiera sido por un pequeño detalle. En una de las primeras ocasiones en que puse en práctica mi estrategia, mi torpeza se cruzó con mi cafetera produciendo el vuelco del café sobre la parte más delicada de mi anatomía. Ante el volumen de mis gritos, la chica salió corriendo y nunca más he vuelto a saber de ella. También desde entonces, no ha vuelto a crecerme el vello en dicha zona del cuerpo.
En todo caso, ya tengo la práctica suficiente como para no derramar el café, aunque siga sabiendo a rayos. Y cuando mis acompañantes me ven en la cocina desnudo y con mis partes perfectamente depiladas, no sólo se toman el café sin rechistar sino que, además, una pícara sonrisa se asoma por su mirada.

Un hombre desnudo en la cocina. De Shell Subborg

Lunes, suena el despertador. 6:30 horas. Imposible hablar, casi imposible abrir los ojos. Es 1 de agosto, no puedo más, necesito que lleguen las vacaciones. Necesito descansar, desconectar.
"¿Te duchas tú mientras te preparo el café?", pregunta casi al oído. Asiento con la cabeza, intento esbozar lo que yo creo que es una sonrisa. Un beso.
A pesar de que ya no estoy acostumbrada a levantarme acompañada -de un adulto-, de que no suelo tener un bonito despertar y odio profundamente que me hagan cualquier tipo de pregunta o comentario que signifique que yo tengo que articular alguna palabra más allá de un sí o un no, que suplo con un giro de cabeza, me gusta levantarme acompañada. Una paradoja o puro egoísmo, lo sé, porque a las 6:30 de la mañana no soy buena compañía se mire por donde se mire, en cualquier perspectiva. Y nunca, nunca estoy de buen humor. Primero, necesito un café, después, ya veremos.

Vale, me levanto porque sino va a llegar tarde a la oficina. Hoy voy a llegar mínimo con una hora de adelanto. Me meto en la ducha, comienzo a abrir los ojos. Dios, la toalla, no sé qué toalla puedo coger, tengo que levantar la voz para llamarlo. No solo hablar sino alzar la voz. Todo un drama. Respiro hondo. Lo consigo tan solo levantando un pequeño grado el tono, menos mal. Me trae la toalla, estoy helada. Los ojos ya se han abierto, pero yo sigo aún sin ver nada. Me visto y voy camino de la cocina, ya está oliendo a café.

Giro, entro por la puerta y allí está, completamente desnudo, de espaldas, mirando la cafetera. Se vuelve, sonríe, me dice algo que no entiendo del filtro de la cafetera, me besa y sigue mirando al pequeño electrodoméstico naranja al que algo le pasa, así tan normal, como si andar por casa absolutamente desnudo conmigo al lado mientras hace una de sus tareas cotidianas fuera lo más habitual del mundo. Me apoyo en la ventana de la cocina que da al salón esperando el café y no, no me quedo mirando al frente sin ver, absolutamente dormida y fuera de cobertura como me pasa de forma habitual. No, mis ojos están recorriendo poco a poco su espalda, se quedan un rato valorando su bonito trasero, se fijan en que tiene unas piernas muy fuertes y vuelven a subir para mirar su baja espalda, sus hombros, el perfil de su cara.

Esta vez no me cuesta absolutamente nada sonreír, pero sólo yo me doy cuenta porque mi boca casi no cambia su forma solo mis ojos se achican. Un poco, desde fuera ni se nota. Se vuelve, me da un beso en la cara, en el hombro. De nuevo me dice algo que no entiendo de la cafetera y sale para ir a ducharse.
Me echo el café y me quedo, ahora sí, absorta en mi mundo mirando al frente sin ver mientras me tomo mi despertador natural poco a poco. Sin ver la cocina, porque sigo visualizando su espalda.

Termino y entro en el baño para pintarme. Ya ha salido de la ducha, Ahí está con la toalla en la cintura. Se pone la camisa. No puedo decir si se ha quitado o no la toalla, si tiene los calzoncillos puestos o no. Me fijo en la forma en la que se pone la camisa, clara, sin cuello, de mangas largas para remangarlas mientras me lavo los dientes de forma distraída, como quien sigue en su mundo.
Sale a vestirse y yo comienzo a pintarme. No hay forma de quitarme la cara de lunes, pero algo se puede arreglar. Salgo y está en salón tomándose su café y fumándose un cigarro, medio a oscuras, callado, de pie, tranquilo. "¿Ya eres persona?", pregunta. Niego con la cabeza, pero ya mis ojos muestran que estoy de buen humor. Me acompaña a la puerta. "¿Tienes el coche aparcado lejos?". "No –respondo- está frente al portal", por fin ya puedo hablar.

Conduzco tranquilamente hasta la oficina, donde también aparco en la puerta. Se nota que estamos en agosto. Cuando llega la hora habitual de mi entrada al trabajo, ya he hecho el dossier de prensa del fin de semana y el del día. He mirado todos los correos, he respondido a un par de ellos más urgentes y salgo a tomarme el que llamamos café mañanero con una de las pocas compañeras de trabajo que no está de vacaciones. "¡Buenos días, qué buena cara traes!", me dice a modo de saludo.
"Sí- respondo -he podido descansar este finde". Mentira, absolutamente mentira. No he descansado. He dormido poco y ya no tengo pilas para estos últimos cinco días de trabajo antes de las vacaciones. Pero es verdad, sigo sonriendo y me doy cuenta de que no hay nada mejor para levantarse de buen humor a las 6:30 de la mañana y tener buena cara aunque sea lunes, que un hombre te prepare el café completamente desnudo en su cocina.