Qué bien nos ha venido a los hombres la igualdad de la mujer. Al menos a algunos hombres, que no digo yo que los casados estén despotricando de la medida porque ahora tienen que compatibilizar el ver el partido de fútbol en la tele con pasar el mocho por el salón…
En todo caso, a los que vivimos solos, digo, nos ha venido muy bien eso de la igualdad.
Desde que la mujer se ha incorporado de pleno derecho al mundo laboral, ya no somos sólo nosotros los que llegamos al viernes despotricando de nuestros jefes. Eso nos facilita mucho el camino: comparados con un cabrón que las explota durante cinco días a la semana, cualquier tío medianamente educado y atento tiene compañía femenina asegurada para todo el fin de semana.
Desde que las mujeres tienen una jornada laboral de doce horas y una compensación económica mensual parecida a la paga de un adolescente, cualquier tío soltero sabe que su sofá y su cama serán referencia obligada para el amor entre el viernes por la tarde y el domingo al mediodía (que luego hay que quedar con los amigos en el bar para ver el partido de fútbol).
Llegan tan hechas polvo estas mujeres trabajadoras al fin de semana que prácticamente nos basta con contarnos las uñas para ligar. Y es que ellas ya no se fijan en que seas guapo, inteligente o seas capaz de hilvanar una conversación interesante. Con que tengas las manos grandes y las uñas cortadas, te vale. Porque lo que ellas están buscando ya no es un novio, sino un masajista, alguien que les devuelva la sensibilidad en los recovecos de su maltrecho cuerpo.
Y nosotros seremos unos brutos en cuestiones de oratoria o galantería, pero en lo que se refiere a recorrer la geografía femenina, ríete tú de la mochila de Labordeta.
Desde que se inventó la igualdad de la mujer, no hay mejor inversión erótico-festiva que ayudar a nuestras amigas solteras a echar curriculums y esperar a que el taimado mercado laboral las arrastre hasta la playa de nuestros brazos cual espuma de mar en días de marejada…

